octubre - 19 - 2011. Categoria: Conspiratio 12, Ríos al
norte del futuro
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Señor profesor Yoshikazu Sakamoto: su invitación a inaugurar estas
conferencias que señalan la fundación de la Asian Peace Research Association
constituye para mí a la vez un honor y una prueba. Le agradezco su confianza,
pero, al mismo tiempo, solicito su comprensión ante mi ignorancia de las cosas
del Japón. Es la primera vez que hablo en público en un país cuya lengua no
conozco.
Usted me pidió expresarme sobre un tema que rehúye el uso moderno de ciertos
términos de la lengua inglesa. En nuestros días, muchas palabras clave se acuñan
en esta lengua con el cuño de la violencia. John Kennedy lanzó la
guerra contra la pobreza; actualmente los pacifistas conciben
estrategias (en el sentido literal: planes de guerra) para la paz. En esta
lengua, configurada comúnmente para la agresión, debo hablarles de recuperar un
verdadero sentido de la paz, sin olvidar nunca que no conozco nada de su lengua
vernácula. Por eso, cada palabra que usaré me recordará la dificultad de definir
la paz. Me parece que la paz de cada pueblo es tan distinta como su poesía. La
traducción de la paz es pues una tarea tan ardua como la traducción de la
poesía.
La paz tiene un sentido diferente en cada época y en cada atmósfera cultural.
Algo que trató en un estudio el profesor Takeshi Ishida. Como él nos lo
recuerda, en cualquier ambiente cultural la paz reviste un significado diferente
entre el centro y las márgenes. En el centro se insiste en “mantener la paz”; en
las márgenes la gente espera que “la dejen en paz”. Este sentido último, la
paz de la gente simple, la paz popular, se perdió en el transcurso
de los tres decenios llamados “del desarrollo”. He aquí mi tesis central: bajo
la máscara del desarrollo en todas partes del mundo una guerra se lleva a cabo
contra la paz popular. En las regiones desarrolladas no queda casi nada de ella.
Según yo, la condición primordial para que la gente simple recupere su paz es
que al desarrollo se le pongan unos límites que nazcan de la “base”.
Desde siempre la cultura ha impreso a la paz su significado. Cada
ethnos –pueblo, comunidad, cultura– se ha reflejado, expresado
simbólicamente y reforzado por su ethos de paz: mito, legislación,
diosa, ideal. La paz es tan vernácula como la palabra. En los ejemplos elegidos
por el profesor Ishida esta correspondencia entre ethnos y
ethos aparece de manera extremadamente clara. Retomemos a los judíos:
consideremos al patriarca judío que, con los brazos levantados, bendice a su
familia y a su rebaño. Invoca el shalom, que traducimos con la palabra
“paz”. Ahí ve la gracia, que baja del cielo “como el aceite que desciende sobre
la barba de Arón”, Arón, el ancestro. Para el padre semita, la paz son las
bendiciones de la justicia que el único verdadero Dios vierte sobre las 12
tribus de pastores recientemente sedentarizados.
Para el judío, el ángel anuncia shalom y no la paz romana. La paz
romana significa algo completamente diferente. Cuando el gobernador romano
blande la enseña de sus legiones y la planta en la tierra de Palestina, no eleva
su mirada al cielo. La vuelve hacia una ciudad muy lejana; impone la ley y el
orden de esa ciudad. Aunque existen en un mismo lugar y en un mismo
tiempo, shalom y pax romana no tienen nada en común.
En nuestra época ambos términos han decaído. Shalom se retiró al
reino privado de la religión, mientras que pax invadió el mundo como
“paz” –peace, pace–. A lo largo de dos milenios de uso por las élites
dirigentes, pax se volvió un polémico desván. Constantino la explotó
para transformar la cruz en ideología. Carlomango la usó para justificar el
genocidio de los sajones. Pax fue el término que usó Inocencio III para
someter la espada a la supremacía de la cruz. En los tiempos modernos, los
dirigentes la manipulan para mantener el control del partido sobre el ejército.
Invocada tanto por san Francisco de Asís como por Clemenceau, pax
perdió los límites de su significado. Se volvió un término sectario y
proselitista, ya sea que lo usen el estalishment o los disidentes, ya
sea que los países del Este o del Occidente se pretendan sus garantes
legítimos.
La idea de pax tiene una historia rica e interesante, aunque sólo se
haya estudiado pobremente. Los historiadores se han ocupado mucho más en llenar
las bibliotecas con tratados sobre la guerra y sus técnicas. Términos como
huo’ping y shanti parecen tener hoy un sentido relativamente
relacionado con el de la antigua pax. Pero los separa un foso;
no son en absoluto comparables. El huo’ping de los chinos es la dulce y
serena armonía en el centro de la jerarquía del cielo, mientras que el
shanti de los hindúes evoca principalmente el despertar íntimo,
personal, cósmico, no jerárquico. En síntesis, no hay una “unidad” de la
paz.
En un sentido concreto, la paz pone al “yo” en el centro del “nosotros”
correspondiente. Pero esta correspondencia difiere de una atmósfera lingüística
a otra. La paz fija el sentido de la primera persona del plural. Al definir la
forma del “nosotros” exclusivo (el kami de las lenguas
malayopolinesias), la paz es la base sobre la que la gente del Pacífico emplea
naturalmente el “nosotros” inclusivo (kita). Ahí se encuentra
una distinción gramatical completamente ajena a los europeos y ausente de la
pax occidental. El “nosotros” indiferenciado de la Europa moderna es
semánticamente agresivo. Por eso, la búsqueda asiática de la paz debe considerar
con gran circunspección la pax que no toma en cuenta el kita
ni el adat (los ámbitos de comunidad). Aquí, en el Extremo Oriente,
debería ser más fácil que en Occidente dar como fundamento de la búsqueda de la
paz lo que es quizás su axioma fundamental: la guerra tiende a volver semejantes
las culturas, mientras que la paz brinda la condición para que cada cultura
florezca de manera propia e incomparable. De ahí se sigue que la paz no se
exporta; la transferencia la corrompe inevitablemente. Tratar de exportar la paz
es llevar la guerra. Cuando la búsqueda de la paz olvida este truismo etnológico
se transforma en tecnología de la manutención de la paz: ya sea que se degrade
en cualquier forma de rearme moral, ya sea que gire perversamente hacia la
polemología (ciencia de la guerra) negativa de los estados mayores y de sus
simuladores en computadora.
La paz es una noción irreal, puramente abstracta, si no se apoya en una
realidad etnoantropológica. Pero sería igualmente irreal si no tomáramos en
cuenta su dimensión histórica. Hasta tiempos relativamente recientes, la guerra
no destruía completamente la paz; no podía penetrar en todos sus niveles porque
la continuación de las hostilidades descansaba en la sobrevivencia de los
cultivos de subsistencia que la proveían de víveres. La guerra tradicional
dependía de la perpetuación de la paz popular. Muchos historiadores han olvidado
este hecho, nos presentan la historia como una sucesión de guerras. Éste era
evidentemente el caso de los historiadores antiguos, que tendían a narrar el
surgimiento y la caída de los poderosos. Pero, desafortunadamente, es también el
caso de muchos especialistas de la “nueva historia”, que quieren volverse
reporteros que se mueven en el campo de los que nunca surgieron, hablar en
nombre de los vencidos, evocar las figuras de los que desaparecieron. Con
demasiada frecuencia los “nuevos historiadores” se interesan más en la violencia
que en la paz de los pobres. Son ante todo los cronistas de resistencias,
motines, insurrecciones, rebeliones de esclavos, de campesinos, de minorías, de
marginales; y, en los periodos más recientes, de las luchas de clase de los
proletarios y de las luchas de las mujeres contra la discriminación.
En contraste con los historiadores de los poderosos, los nuevos historiadores
afrontan, con las culturas populares, una tarea difícil. Los primeros, al hablar
de las élites en el poder, de las guerras que enfrentaban a los ejércitos,
estudian los centros de los ambientes culturales. Su documentación consiste en
monumentos, decretos grabados en piedra, correspondencias comerciales,
autobiografías de reyes y profundas huellas dejadas por los ejércitos en su
marcha. Los historiadores que estudian el campo de los vencidos no disponen de
este tipo de pruebas. Hablan de sujetos que, frecuentemente, desaparecieron de
la faz de la tierra, de gente cuyos restos fueron pisoteados por sus enemigos o
llevados por el viento. Los historiadores de los campesinos y de los nómadas, de
la cultura pueblerina y de la vida familiar, de las mujeres y de los bebés, casi
no tienen huellas que examinar. Deben reconstituir intuitivamente el pasado,
escrutar los proverbios, las adivinanzas o las canciones para encontrar algunos
indicios. Con frecuencia, las únicas piezas de archivo que han dejado los
pobres, en particular las mujeres, son las transcripciones de las deposiciones
hechas por las brujas y los malandrines bajo tortura, de sus declaraciones
registradas por los tribunales. La historia antropológica moderna (la historia
de las culturas populares, la “historia de las mentalidades”) tuvo que elaborar
sus propias técnicas para volver inteligibles estos vestigios disparatados.
Pero esta nueva historia tiende con frecuencia a centrarse en las
confrontaciones. Pinta a los débiles frente a aquellos contra los que deben
defenderse. Hace narraciones de resistencia y no habla de la paz en los tiempos
antiguos más que por implicación. El conflicto vuelve comparables a los
adversarios; simplifica el pasado; engendra la ilusión de que lo que tuvo lugar
antaño puede reportarse con el lenguaje que engloba todo el lenguaje del siglo
xx. Así, la guerra, que vuelve las culturas semejantes, la usan los
historiadores con mucha frecuencia como marco o estructura de sus narraciones.
Nos faltan desesperadamente verdaderas investigaciones históricas sobre la paz,
cuya historia es infinitamente más diversa que la de la guerra.
Lo que actualmente calificamos como investigación sobre la paz carece
generalmente de perspectiva histórica. El objeto de estos trabajos es la “paz”
desprovista de sus componentes culturales e históricos. Paradójicamente, la paz
no se volvió un tema de investigación universitaria hasta que se redujo a un
equilibrio entre dos potencias económicas soberanas cuyas transacciones postulan
la escasez. Así, el estudio se limita a explotar cuál puede ser la tregua menos
violenta para competidores comprometidos en un juego de suma cero. Como faros,
los conceptos de esta investigación sólo iluminan la escasez. Pero dejan en una
espesa sombra el gozo apacible de lo que no es escaso.
El postulado de la escasez es el fundamento de la economía, y la ciencia
económica es el estudio de los valores en función de este postulado. Pero la
escasez, y, por lo tanto, todo lo que esta ciencia puede analizar
significativamente, sólo ha tenido una importancia muy relativa para la mayoría
de los humanos durante la mayor parte de la historia. Podemos seguir la huella
de la propagación de la escasez en todos los aspectos de la existencia; se
encuentra en la civilización europea desde el Medievo. Con el postulado,
ampliado constantemente, de la escasez, la paz adquiere un nuevo significado,
sin precedente en ningún otro lugar con excepción de Europa. La paz llega a
significar la pax œconomica. La pax œconomica es un equilibrio entre
potencias estructuralmente “económicas”.
La historia de esta nueva realidad merece nuestra atención. Y el proceso
mediante el cual la pax œconomica monopolizó el significado de la paz
es particularmente importante. Es el primer significado de la paz que obtuvo una
acepción mundial. Un monopolio así no deja de ser profundamente inquietante. Por
ello, me propongo contrastar la pax œconomica y la que le es opuesta y
complementaria: la paz popular.
Desde la formación de la Organización de las Naciones Unidas, la paz se ha
ligado progresivamente con el desarrollo –un acoplamiento que, hasta ese
momento, habría sido impensable, y cuya novedad puede difícilmente ser
aprehendida hoy por los que tienen menos de 40 años–. Esta curiosa situación es
más inteligible para los que ya eran adultos –como es mi caso– al inicio del año
1949, el 29 de enero exactamente. Ese día, el presidente de Estados Unidos,
Harry Truman, anunció, durante su discurso de toma de posesión, el programa de
ayuda técnica a los países subdesarrollados llamado Punto Cuatro. Entonces
conocimos el “desarrollo” en su acepción actual. Hasta ese momento sólo usábamos
ese término en relación con las especies animales o vegetales, con la valoración
inmobiliaria o con las superficies en geometría. Pero desde entonces pudo
relacionarse con poblaciones, países y estrategias económicas. Menos de una
generación después estábamos inundados de varias teorías sobre el desarrollo.
Éstas ya no son hoy más que simples curiosidades para coleccionistas. Recordamos
sin duda, no sin cierto malestar, que se incitó a los generosos a hacer
sacrificios en beneficio de una sucesión de programas dirigidos a “elevar la
ganancia por habitante”, a “alcanzar a los países avanzados”, a “remontar la
subordinación”. Y nos asombramos de las numerosas cosas que se juzgaron dignas
de exportarse: “la orientación eficiente”, “el átomo para la paz”, “el empleo”,
“lo eólico”; luego “los modos de vivir alternativos” y “la autoasistencia” bajo
el báculo de los profesionales.
Estas incursiones teóricas se produjeron en dos oleadas. Una llevó a los
pragmáticos que se decían expertos y promovían la libre empresa; la otra, a los
aspirantes a políticos que alababan que se “concientizara” a las poblaciones en
la ideología extranjera. Los dos campos estaban de acuerdo con el crecimiento.
Preconizaban un aumento de la producción y una elevación constante del consumo.
Y cada campo de salvadores, con su secta de expertos, siempre ligaba su propio
programa de desarrollo con la paz. La paz concreta, actualmente aparejada con el
desarrollo, se volvió el objetivo por excelencia. La búsqueda de la paz gracias
al desarrollo hizo que el axioma se volviera no susceptible de cuestionamiento.
Quien se levantara contra el crecimiento económico, no de una especie o de otra,
sino en cuanto tal, corría el riesgo de ser denunciado como un enemigo de la
paz. Al mismo -Gandhi lo vieron como a un romántico, un iluminado o un cerebro
descompuesto. Aún peor, sus enseñanzas se pervirtieron para fundar las
seudoestrategias no violentas de desarrollo. A su paz, también, se la ligó con
el crecimiento. El khadi, esa tela hilada y tejida a mano, se redefinió
como un “artículo de consumo”, y la no violencia como un arma económica. El
postulado del economista, según el cual los valores no merecen protegerse a
menos que sean escasos, transformó la pax œconomica en un peligro para
la paz popular.
El aparejamiento de la paz y el desarrollo vuelve difícil el cuestionamiento
de este último. Según yo, este cuestionamiento debería ser la primera tarea de
la investigación sobre la paz. Y no hay que ver un obstáculo en el hecho de que
el desarrollo revista significados diferentes según los pueblos y los grupos.
Significa una cosa para los directores de firmas multinacionales, otra para los
ministros del pacto de Varsovia, y otras más para los arquitectos del Nuevo
Orden económico internacional. Pero todos están de acuerdo con la necesidad del
desarrollo, lo que dio al concepto un nuevo estatuto. A causa de esta
convergencia, el desarrollo se volvió la condición de la continuación de los
ideales de igualdad y democracia heredados del siglo precedente, admitiendo que
éstos se inscriben en los límites trazados por el postulado de la escasez. Los
debates sobre la cuestión de “quién obtiene qué” habían tapado los costos
inevitables inherentes a cualquier desarrollo. Pero, en el transcurso de los
años setenta, una parte de esos costos se sacó a la luz. Algunas “verdades”
evidentes repentinamente se presentaron a discusión. Bajo el sello de la
ecología, de los límites de los recursos, de la toxicidad y del stress
tolerables, se volvieron cuestiones políticas. Sin embargo, hasta este momento
la agresión brutal contra el valor de uso del medio ambiente no ha sido
suficientemente mostrada. Denunciar esta agresión contra la subsistencia, que
está implícita en cualquier crecimiento y que enmascara la pax
œconomica, es, me parece, el deber primordial de una investigación de base
sobre la paz.
Tanto en la teoría como en la práctica, cualquier desarrollo significa la
transformación de culturas orientadas hacia la subsistencia y su integración en
un sistema económico. El desarrollo conlleva siempre la expansión de una esfera
puramente económica en detrimento de las actividades ligadas con la
subsistencia. Significa la “desincrustación” progresiva de una esfera en la que
la práctica del intercambio presupone un juego de suma cero. Esta expansión se
prosigue a costa de todas las otras formas tradicionales de intercambio.
Así, el desarrollo implica siempre una dependencia creciente en relación con
bienes y servicios, que se perciben como escasos. Crea necesariamente un medio
en el que las condiciones de las actividades de subsistencia se eliminaron y
que, por este mismo proceso, se transforma en recurso para la producción y la
distribución de productos mercantiles. El desarrollo impone pues inevitablemente
la pax œconomica en detrimento de todas las formas de la paz
popular.
Para ilustrar la antinomia entre paz popular y pax œconomica, me
remontaré al Medievo en Europa. Que se me entienda bien: no preconizo en
absoluto un regreso al pasado. Cito esos tiempos de antaño únicamente para
ilustrar la oposición dinámica entre dos formas complementarias de paz, ambas
reconocidas clásicamente. Si escruto el pasado y no tal o cual teoría
sociológica es para no caer en el pensamiento utópico y protegerme de las
proyecciones. Contrariamente a los ideales y los planes, el pasado no es algo
que podría producirse eventualmente. Me permite considerar el presente basándome
en hechos. Examino el periodo medieval en Europa porque hacia su final tomó
forma una violenta pax œconomica. Y el remplazo de la paz popular por
su contrafalsificación mecánica –pax œconomica– es una de las
exportaciones de Europa.
En el siglo xii, pax no significaba la ausencia de guerras entre los
señores. La pax que la Iglesia o el emperador querían garantizar no
era, en su principio, la ausencia de confrontaciones armadas entre los
caballeros. Esta paz se dirigía a preservar a los pobres y sus medios de
subsistencia de la violencia de la guerra. Protegía al campesino y al monje.
Éste era el sentido de Gottesfrieden o de Landfrieden, que
protegían lugares y tiempos particulares. Por sanguinario que fuese el conflicto
entre los señores, la paz preservaba la cosecha futura y el ganado.
Salvaguardaba la reserva de granos, la semilla y el tiempo de la cosecha. De
manera general, la “paz de la tierra” salvaguardaba los valores de uso del medio
ambiente común contra las intrusiones armadas. Aseguraba el acceso al agua y a
los pastizales, a los bosques y a los animales para aquellos que no tenían
ninguna otra forma de asegurar su subsistencia. La “paz de la tierra” era pues
distinta de la tregua entre campos en guerra. En el Renacimiento se perdió este
significado de una paz enteramente destinada a preservar la subsistencia.
Con el nacimiento del Estado-nación surgió un mundo enteramente nuevo, que
dio lugar a un nuevo género de paz y a un nuevo género de violencia. Tanto su
paz como su violencia son igualmente distantes de todas las formas precedentes
de paz y de violencia. Mientras que la paz había significado la protección de la
subsistencia mínima que permitía alimentar las guerras entre señores, ahora la
subsistencia era víctima de una agresión, pretendidamente pacífica. Se volvía la
presa de mercados de bienes y servicios –mercados que se ampliaban–. Esa nueva
especie de paz conllevó la persecución de una utopía. La paz popular había
protegido de la aniquilación a comunidades auténticas aunque fueran precarias.
Pero la nueva paz se erigió sobre una noción abstracta. Está tallada a la medida
del homo œconomicus, el hombre universal, destinado naturalmente a
vivir del consumo de bienes que en otro lugar otros producen. Mientras que la
pax populi había protegido la autonomía vernácula, el medio ambiente en
el que podía prosperar y la variedad de las modalidades de su reproducción, la
nueva pax œconomica protege la producción. Firma la agresión contra la
cultura popular, los ámbitos de comunidad y las mujeres.
En primer lugar, la pax œconomica enmascara el postulado según el
cual la gente se ha vuelto incapaz de satisfacer por sí misma sus necesidades.
Confiere a una nueva élite el poder de que la sobrevivencia de todos los seres
sea tributaria de su acceso a la educación, a los servicios de salud, a la
protección policiaca, a los departamentos y a los supermercados. De muchas
maneras inéditas, exalta al productor y degrada al consumidor. La pax
œconomica califica a los que subsisten por sí mismos como “improductivos”,
a los que son autónomos como “asociales”, a los que tienen un modo de vida
tradicional como “subdesarrollados”. Dicta la violencia contra todas las
costumbres locales que no se insertan en un juego de suma cero.
En segundo lugar, la pax œconomica promueve la violencia contra el
medio ambiente. La nueva paz garantiza la impunidad: el medio ambiente puede
usarse como un recurso para ser explotado en visitas de la producción de bienes
mercantiles y como un espacio reservado para su circulación. No sólo permite
sino que anima la destrucción de los ámbitos de comunidad, mientras la paz
popular los había protegido. La paz popular salvaguardaba el acceso del pobre a
los pastizales y a los bosques así como al uso público del camino y del río;
reconocía a las viudas y a los mendigos derechos excepcionales de uso del medio
ambiente. La pax œconomica, por su parte, define el medio ambiente como
un recurso escaso que se reserva para un empleo óptimo en vistas de la
producción de mercancías y de las prestaciones de los profesionales. Esto es lo
que ha significado históricamente el desarrollo: al cercar los pastizales
señoriales, llegó a reservar las calles para la circulación de los automóviles y
a limitar los empleos deseables para los que han cursado más de 12 años de
escolaridad. El desarrollo siempre ha significado la exclusión brutal de
aquellos que querían sobrevivir sin depender del consumo de valores de uso del
medio ambiente. La pax œconomica alimenta la guerra contra los ámbitos
de comunidad.
En tercer lugar, la nueva paz promueve una nueva forma de guerra entre los
sexos. El paso de la batalla tradicional por la dominación a esta nueva forma de
guerra sin tregua es, probablemente, el efecto secundario menos analizado del
crecimiento económico. Esta guerra, además, es una consecuencia obligada de lo
que llaman el crecimiento de las “fuerzas productivas”, proceso que implica un
monopolio cada vez más vasto del trabajo remunerado sobre todas las otras formas
de actividad. Esto también es una agresión. El monopolio del trabajo retribuido
conlleva una agresión contra un carácter común de todas las culturas que viven
de la autosubsistencia. Aunque estas sociedades puedan ser tan diferentes unas
de otras como lo son Japón, Francia y las islas Fidji, tienen en común un rasgo
particular: todas las tareas relativas a la subsistencia se asignan
específicamente a uno u otro género, a los hombres o a las mujeres. Cierto, el
conjunto de faenas particulares que son necesarias y definidas culturalmente
varía de una sociedad a otra. Pero, en el abanico de los trabajos, cada sociedad
distribuye algunos de ellos a las mujeres, otros a los hombres, y lo hace según
un esquema propio. No hay dos culturas en las que la distribución de tareas sea
la misma. En cada cultura “crecer” significa, para los jóvenes, crecer en
habilidad en las actividades características ya sea del hombre o de la mujer, en
ese lugar preciso, y sólo allí. En las sociedades preindustriales, ser un hombre
o una mujer no es un rasgo secundario pegado a humanos desprovistos de género.
Es la característica fundamental de cada acción en sí misma. Crecer no significa
ser “educado”, sino formarse en la vida actuando como hombre o como mujer. La
paz dinámica entre los hombres y las mujeres reside precisamente en esta
división de las tareas materiales. No es que por lo tanto haya igualdad entre
ellos; pero así se fijan límites a la opresión mutua. Hasta en ese terreno
íntimo, la paz popular limita a la vez la guerra y la amplitud de la dominación.
La labor retribuida destruye esta contextura.
El trabajo industrial, el trabajo productivo, se considera como un terreno
neutro, y con frecuencia se vive como tal. Se define como una actividad
agenérica. Esto es cierto, ya sea retribuido o no, ya sea que su ritmo esté
determinado por la producción o el consumo. Pero aunque el trabajo se considere
como agenérico, el acceso a la actividad está radicalmente modificado. Los
hombres tienen acceso prioritariamente a los empleos retribuidos que se
consideran deseables y las mujeres reciben las tareas que quedan. Originalmente,
sólo las mujeres estaban obligadas al “trabajo fantasma”, pero los hombres
realizan cada vez más, ellos también, esta labor no remunerada (y, por lo tanto,
no contabilizada) que da a una mercancía un valor añadido útil para su consumo,
y cuyo ejemplo tipo son los trabajos domésticos. A causa de este carácter neutro
del trabajo, el desarrollo promueve inevitablemente una nueva forma de guerra
entre los sexos, una competencia entre seres teóricamente iguales cuya mitad
sufre el handicap de su sexo. Actualmente asistimos a una competencia
por los empleos asalariados, que se han vuelto escasos, y a una lucha para
sustraerse al trabajo fantasma, que no es retribuido ni capaz de contribuir a la
subsistencia.
La pax œconomica protege un juego de suma cero y le asegura un
progreso sin obstáculos. Todos están obligados a entrar en el juego y a aceptar
las reglas del homo œconomicus. A los que rehúsan adaptarse al modelo
dominante se les llama enemigos de la paz y son desterrados o educados hasta que
se conforman. Según las reglas del juego de suma cero, tanto el medio ambiente
como el trabajo humano son apuestas extrañas; lo que un jugador gana, el otro lo
pierde. Ahora la paz sólo responde a dos acepciones: la del mito según el cual,
por lo menos en economía, dos y dos un día darán cinco, o la de la tregua y el
atolladero. El desarrollo es el nombre que se da a la expansión de este juego, a
la incorporación de una cantidad cada vez mayor de jugadores y sus recursos. En
consecuencia, el monopolio de la pax œconomica sólo puede ser
implacable; y debe existir una forma de paz diferente de aquella que está
emparejada con el desarrollo. Hay que admitir que la pax œconomica no
está desprovista de ciertos valores positivos –las bicicletas se inventaron y
sus piezas desprendibles circulan en mercados diferentes de aquellos en los que
antaño se negociaba la pimienta–, y que la paz entre las potencias económicas es
por lo menos tan importante como la paz entre los señores de la guerra de
antaño. Pero el monopolio de esta paz “desde arriba” debe cuestionarse. Formular
esta apuesta es lo que me parece hoy la tarea fundamental de la investigación
sobre la paz.
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