lunes, 30 de abril de 2012

Un nuevo concepto del trabajo Ivan Ilich


Ivan Ilich

Un nuevo concepto del trabajo

A finales de la Edad Media, el antiguo sueño del alquimista de fabricar un homúnculo en el laboratorio, poco a poco tomó la forma de la creación de robots para que trabajaran por el hombre, y de la educación del hombre para trabajar a su lado. Esta nueva actitud hacia la actividad productora se reflejaba en la introducción de una nueva palabra. Tripaliare significaba torturar sobre el trepalium, mencionado en el siglo VI como un armazón formado de tres troncos, suplicio que reemplazó en el mundo cristiano al de la cruz. En el siglo XII, la palabra trabajo significaba una prueba dolorosa. Hubo que esperar al siglo XVI para poder emplear la palabra ‘trabajo’ en lugar de obra o de labor. A la obra (poiesis) del hombre artista y libre, a la labor (poneros) del hombre apremiado por el otro o por la naturaleza, se agrega entonces el trabajo, al ritmo de la máquina. En seguida la palabra ‘trabajador’ desliza su sentido hacia ‘labrador’ y ‘obrero’: a fines del siglo XIX los tres términos apenas se distinguen.
La ideología de la organización industrial, de la instrumentación y de la organización capitalista de la economía, aparece antes de lo que se ha dado en llamar Revolución Industrial.
Desde la época de Bacon, los europeos comenzaron a realizar operaciones indicadoras de un nuevo estado mental: ganar tiempo, reducir el espacio, aumentar la energía, multiplicar los bienes, echar por la borda las normas naturales, prolongar la duración de la vida, sustituir los organismos vivos por mecanismos que los simulan o amplían una función particular. De estos imperativos se desarrollaron en nuestras sociedades los dogmas de la ciencia y de la técnica que tienen valor de axiomas porque no se les somete a análisis. El mismo cambio de mente se refleja en la transición del ritmo ritual a la regularidad mecánica, se pone el acento en la puntualidad, en la medida del espacio y en la contabilización de los votos, de manera que los objetos concretos y los sucesos complejos se transforman en quantaabstracta. Esta pasión capitalista por un orden repetitivo mina el equilibrio cualitativo entre el obrero y su débil instrumentación. El surgimiento de nuevas formas de energía y de poder alteró la relación que el hombre mantenía con el tiempo. El préstamo a interés era condenado por la Iglesia como una práctica contra natura; el dinero era, por naturaleza, un medio de cambio para comprar lo necesario, no un capital que pudiera trabajar o dar frutos. En el siglo XVII, la Iglesia misma abandona esta concepción, aunque a su pesar, para aceptar el hecho de que los cristianos se habían convertido en capitalistas comerciantes. El uso del reloj se generaliza y, con él, la idea de la ‘falta’ de tiempo. El tiempo se transforma en dinero: «he ganado tiempo»; «me sobra tiempo, ¿cómo voy a gastarlo?»; «me falta tiempo»; «¡no puedo permitirme el lujo de derrocharlo, ganar una hora, ya es ganancia!»
Pronto se comenzó a considerar abiertamente al hombre como una fuente de energía. Se trató de medir la prestación diaria máxima que se podía obtener de un hombre, luego a comparar el costo de manutención y la potencia del hombre con la del caballo.
El hombre fue redefinido como fuente de energía mecánica. Se observó que los galeotes no eran muy eficientes porque permanecían sujetos al movimiento simple del remo. En cambio, los prisioneros condenados al suplicio de la ardilla, utilizado aún en el siglo XIX en las prisiones inglesas, proporcionaban una potencia rotativa capaz de alimentar cualquier máquina nueva.
La nueva relación del hombre con su instrumentalización echa raíces durante la Revolución Industrial; como, a su vez, el capitalismo, en el siglo XVI, reclamó nuevas fuentes de energía. La máquina a vapor es más un efecto de esta sed de energía que una causa de la Revolución Industrial. Con el ferrocarril, esta preciosa máquina se vuelve móvil y el hombre se hace usuario. En 1782, la diligencia franqueó los cien kilómetros por día entre París y Marsella; en 1855, Napoleón III se ufanaba de recorrer cien kilómetros por hora. Poco a poco, la máquina puso al hombre en movimiento: en 1900, un trabajador francés, no empleado en la agricultura, alcanzaba en promedio treinta veces más kilómetros que su homónimo en 1850. Llega entonces el fin de la Edad de Hierro y a la vez el de la Revolución Industrial. La capacidad de moverse se sustituye por el recurso a los transportes. El hacer en serie reemplaza al savoir-faire, la industrialización se convierte en norma. En el siglo XX, el hombre pone en explotación gigantescas reservas naturales de energía. El nivel energético así logrado establece sus propias normas, determina los caracteres técnicos de la herramienta, más aún, el nuevo emplazamiento del hombre. A la obra, a la labor, al trabajo, viene a agregarse el servicio de la máquina: obligado a adaptarse a su ritmo, el trabajador se transforma en operador de motores o en empleado de oficina. Y el ritmo de la producción exige la docilidad del consumidor que acepta un producto estandarizado y condicionado.
A partir de entonces, disminuye la necesidad de jornaleros en el campo y el siervo deja de ser rentable. También el trabajador deja de ser rentable, desde que la automatización logra por medio de la industrialización, la franca transformación que la producción en masa ha perseguido. El encanto discreto del condicionamiento abstracto de la mega-máquina reemplaza el efecto del chasquido del látigo en el oído del labrador esclavo, y el avance implacable de la cadena sin fin desencadena el gesto estereotipado del esclavo.
Así, pues, hemos revisado cuatro niveles energéticos que pueden marcar la organización de una sociedad, la estructura de sus herramientas y el estilo dominante de sus actividades productoras. Esas cuatro organizaciones circunscriben, respectivamente, el campo de la obra independiente y creadora, de la labor bajo la ley de la necesidad, del trabajo al ritmo de la cadena sin fin y del funcionamiento ‘condicionado operacionalmente’ dentro de la mega-máquina. La manera en que estos diferentes tipos de actividad participan en los cambios de la economía y afrontan las leyes del mercado es reveladora de sus mutuas diferencias. El creador de una obra no puede ofrecerse él mismo en el mercado, solamente puede ofrecer el fruto de su actividad. El labrador y el trabajador pueden ofrecer a otro su fuerza y su competencia. En fin, el puesto del funcionario y del operador se ha convertido también en una mercancía. El derecho a manejar una máquina y a beneficiarse con los privilegios correspondientes se obtiene como resultado del consumo de una serie de tratamientos previos: currículum escolar, condicionamiento profesional, educación permanente.
Todos somos hijos de nuestro tiempo y, como tales, nos resulta bien difícil imaginar un tipo de producción posindustrial, y por lo mismo, humana.
Para nosotros, limitar la instrumentación industrial significa el retorno al infierno de la mina y al cronómetro de la fábrica, o al trabajo del granjero que compite con la agricultura mecanizada. El obrero que sumerge un neumático en una solución hirviente de ácido sulfúrico debe repetir ese gesto absurdo y agotador a cada gemido de la máquina, y está así realmente atado a la máquina. Por otra parte, el trabajo del campo ya no es lo que fue para el siervo o para el campesino tradicional. Para éstos era laborar un campo en función del crecimiento de las plantas, del apetito de los animales y del tiempo que haría al día siguiente. El obrero agrícola moderno que no dispone de herramientas manipulables, se encuentra en cambio en una situación absurda. Cogido entre dos fuegos, o debe agotarse para rivalizar con los rendimientos de los que poseen tractores y máquinas de usos múltiples, o bien debe hacer funcionar esta maquinaria moderna, consciente de estar fastidiado, explotado y chasqueado, con la sensación de ser una simple pieza de recambio para la mega-máquina. Es incapaz de imaginar la posibilidad de usar herramientas manejables que son, a la vez, menos fatigadoras que el antiguo arado, menos alienantes que la trilladora y más productivas que uno y otra. Ninguno de los tipos de instrumentos fabricados en el pasado posibilitaba un tipo de sociedad y un modo de actividad marcados a la vez con el sello de la eficiencia y de la convivencialidad. Pero hoy en día podemos concebir herramientas que permitan eliminar la esclavitud del hombre frente al hombre, sin someterlo a la máquina. La condición para esta posibilidad es la reversión del cuadro de las instituciones que rigen la aplicación de los resultados de las ciencias y de las técnicas. En nuestros días, el avance científico se identifica con la sustitución de la iniciativa humana por la instrumentación programada, pero lo que, de esa manera, se toma por efecto de la lógica del saber, no es en realidad más que la consecuencia de un prejuicio ideológico.
La convicción común es que la ciencia y la técnica apoyan el modo industrial de producción, y que, por este hecho, imponen el reemplazo de todos los instrumentos específicamente relacionados con un trabajo autónomo y creador. Pero semejante proceso no está implícito en los descubrimientos científicos, y no es una consecuencia ineluctable de su aplicación. Lejos de ello, es el resultado de la decisión absoluta en favor del desarrollo del modo industrial de producción: la investigación se esfuerza por reducir en todas partes los obstáculos secundarios que entraban en el crecimiento de un determinado proceso; bajo una programación a largo plazo, se adorna como si se tratara de un logro costoso, realizado con gran esfuerzo en interés del público. En realidad, la investigación está casi totalmente al servicio del desarrollo industrial. Pero una técnica avanzada podría reducir el peso de la labor y, de mil maneras, servir también a la expansión de la obra de producción personal. Las ciencias de la naturaleza y las ciencias del hombre podrían aplicarse a crear herramientas, a trazar su marco de utilización y forjar sus reglas de empleo para alcanzar una incesante recreación de la persona, del grupo y del ambiente —un despliegue total de la iniciativa y de la imaginación de cada uno—. Hoy podemos comprender la naturaleza de una manera nueva. Todo consiste en saber para qué fines. Ha llegado la hora de elegir entre la constitución de una sociedad hiperindustrial, electrónica y cibernética, y el despliegue en un amplio abanico de las herramientas modernas y convivenciales. La misma cantidad de acero puede servir para producir tanto una sierra y una máquina de coser como un elemento industrial: en el primer caso se multiplicará por tres o por diez la eficacia de mil personas; en el segundo, gran parte del savoir-faire perderá su razón de ser.
Se debe elegir entre distribuir a millones de personas, al mismo tiempo, la imagen a colores de un tipo agitándose sobre la pantalla, a conceder a cada grupo la posibilidad de producir y distribuir sus propios programas en centros de vídeo. En el primer caso, la técnica está puesta al servicio de la promoción del especialista, regida por burócratas. Cada vez, más planificadores harán estudios de mercado, elaborarán equilibrios planificados y moldearán la demanda de más y más gente en un número mayor de sectores. Habrá siempre más cosas útiles entregadas a los inútiles. Pero se vislumbra una posibilidad. La ciencia se puede emplear también para simplificar la instrumentación, para que cada uno sea capaz de moldear su medio ambiente inmediato, es decir, sea capaz de cargarse de sentido, cargando el mundo de signos.

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